26 de julio de 2007

Suave Encantamiento

Profundos y plenos
cual dos graciosas, breves inmensidades
moran tus ojos en tu rostro
como dueños;
y cuando en su fondo
veo jugar y ascender
la llama de un alma radiosa
parece que la mañana se incorpora
luminosa, allá entre mar y cielo,
sobre la línea que soñando se mece
entre los dos azules imperios,
la línea que en nuestro corazón se detiene
para que sus esperanzas la acaricien
y la bese nuestra mirada;
cuando nuestro "ser" contempla
enjugando sus lágrimas
y, silenciosamente,
se abre a todas las brisas de la Vida;
cuando miramos
las amigas de los días que fueron
flotando en el Pasado
como en el fondo del camino
el polvo de nuestras peregrinaciones.
Ojos que se abren como las mañanas
y que cerrándose dejan caer la tarde.


Macedonio Fernandez

23 de julio de 2007

Este es un cuento demasiado bueno de Eduardo Sacheri , por ahi a muchos no les llegue, pero a mi llega bastante.

Mira que esta noche es el partido” me dijo el. Hizo bien porque uno, a los 5 años, no tiene una conciencia cabal de la periodizacion del tiempo. Como mucho distingue el sábado y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y papa se queda en casa a jugar con uno. Pero con los otros días y las otras noches, la cosa se complica. Por eso sin la advertencia de papa, hecha con el beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado por alto la infinita importancia de esa noche. Los preparativos fueron los de siempre. Mientras el encendía el Stromber-Carlson con suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mama la ropa apropiada para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto, aduciendo ra invierno y que hacia mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio que los jugadores juegan con pantalones cortos y al aire libre. Una salomónica intervención de papa desempantano por fin el pleito: con pantalón corto, pero sentado cerca de la estufa de kerosén del comedor. Después me puse la camiseta roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosidito en la espalda, igualito que Daniel Bertoni. Papa, mientras tanto, iba trayendo la colección de trapos rojos que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un pulóver, un par de camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que adornaba la pared, varias de las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro rito ornamental y futbolero. Cuando llegue, rigurosamente ataviado con los colores reglamentarios, me llene los ojos de banderas rojas. Lo único que nos faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha. Papa se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mi me parecía un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero el prefería verlo con su bata de siempre, calzado con sus chilenas ruidosas, con el paquete de Kent y el cenicero, pobrecito para fumarse los nervios uno por uno. Mientras daban las últimas propagandas, y antes del aviso de “minuto cero del primer tiempo, es tiempo para una ginebra Bols” (o cosa por el estilo) que marcaba la hora señalada, papa se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones demasiado abruptas. Me miro como me miraba siempre que tenía algo importante que decirme, con una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de sonrisa iluminándole los ojos: “Mira tipito – empezó, porque el me llamaba de esa manera cuando teníamos que aclarar cosas importantes - que la cosa viene difícil”. Y volvió a enumerarme todas las dificultades que nos esperaban en esa noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos habían pegado un peludo bárbaro, que no solo teníamos que ganar, sino que debíamos hacerlo por no se que diferencia de gol. Pero para mi sus argumentos sonaban confusos. ¿Acaso el mismo no me había dicho que independiente era el rey de copas, que la copa, la copa, se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo descomunal, y que en Avellaneda y de noche se morían de frió, y no podían ni levantar las patas del pasto? El trato de convencerme de que, pese a la absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta noche las cosas iban a ser muy difíciles y peliagudas. De todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el “si, si señores, yo soy del rojo”, y algún otro estribillo para ir matando el tiempo. Cuando finalmente se acabaron las propagandas, papa encendió la radio phillips, con su estuche de cuero, que debía ser la primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa). Le bajo el volumen a la tele: ambos sabíamos que los relatores de radio son mejores que los otros. Cada uno ocupo su sitio de siempre. El en la cabecera de la mesa, y yo sobre el arcon de mirar la tele. Acerco la estufa de kerosene de ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la madre del win izquierdo de bolsillo. Pero la carne es débil. No importa cuanta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni cuanta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o teniendo sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a cabecear apenas empezado ese partido inolvidable. Mama me dijo varias veces que me fuera a la cama. Pero yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcon, con las patas colgando y pateando en el aire como si estuviese en plena cancha en los escasos momentos de lucidez que tenia en medio de mi mar de sueño. Papa espero un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo proteste que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo fuerza con los cantitos y las banderas. El me dijo con aire de confiado que no hacia falta, que igual sin mi íbamos a salir campeones, que me quedara tranquilo, que los teníamos de hijos. Ante semejante desparramo de confianza le hice caso y me dormí. A la mañana siguiente mama me despertó para ir al jardín. Embotado de sueño me deje vestir, abrigar y conducir a la cocina a tomar la leche. Después ella me sentó en el sillón del living para atarme los cordones, como hacíamos siempre mientras esperábamos que pasara el micro. Apenas me despabile un poco recordé la noche de la víspera, y me desespere preguntándole el resultado del partido. A la luz del día, y después de un sueño reparador, mi deserción de la noche me parecía imperdonable. Ella me miro y me dijo no saberlo. Le pregunte por papa, y respondió que aun no se había levantado. Han pasado veinticinco años, pero aunque pasen sesenta voy a recordarlo como si hubiese sucedido hoy. La casa estaba iluminada por uno de esos soles oblicuos y tibios del invierno. Yo tenia el guardapolvo cuadrille lila y blanco, y la bolsita en el regazo, bien agarrada en la diestra, para no olvidármela (otras veces me había pasado y me había quedado sin el jorgito de dulce de leche y sin la taza de plástico para el mate cocido; así que ahora la cuidaba mas que mi vida). De repente oi abrirse la puerta del dormitorio. Y enseguida escuche el clásico arrastrar de las chilenas en el parquet del pasillo. El corazón me dio un vuelco. Lo llame a los gritos. Entro a las carcajadas, preguntándome el motivo de mi ansiedad. Yo lo interrogue por el resultado, ya totalmente despierto, ya absolutamente pendiente de lo que dijeran sus labios, ya indiferente a mama terminando de atarme los cordones. El se acerco, se inclino, me dio un beso de buenos días, y se me quedo mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que si, que claro, que habíamos salido campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir campeón de América. Yo, aun en medio de mi alegría, me hice tiempo de preguntarle como habíamos hecho, si el me había dicho que era muy difícil, que en brasil nos habían dado un baile bárbaro, que teníamos que hacerle como tres goles, que en el campeonato de acá andábamos como la mona. El me miro risueño, y sembró una semilla más en el fértil potrero de mis sueños de pibe- “Pero tipito – empezó, como enunciando una verdad ya reiterada hasta el cansancio- , ¿no te dije que los brasileños ven la camiseta del rojo y se asustan tanto que no pueden ni mover las patas? ¿No te dije que, con el frío, se quieren volver a su casa a comer bananass para entrar en calor? Por eso te deje dormir. Porque era tan fácil que nos la rebuscamos sin tu aliento” y en medio de mi maravilla impávida, termino “menos mal que te dormiste. Imaginate si te quedas despierto y gruitas conmigo: les hacemos veinte goles y no quieren venir a jugar nunca mas, y nos quedamos sin nadie a quien ganarle la copa”. Después me levanto en brazos y cantamos “la copa, la copa, se mira y no se toca”, y dimos la vuelta olímpica a los saltos por toda la casa. Vino el micro y me fui al jardín de infantes. Supongo que esos son los recuerdos que se le meten a uno en los recovecos del corazón, y echan cría y se nutren de su propio néctar, y nos marcan para toda la vida. Por lo menos así ocurrió conmigo. Y no me avergüenza reconocer que ahora, ya grande, cuando tengo un problema que me agobia, o cuando me toca sufrir por radio y por televisión un partido de Independiente y me codo los codos por la ansiedad y la angustia (la vida me enseño lo inconveniente que puede resultar fumarse los nervios), siento un impulso difícil de dominar, una tentación casi irresistible que me invita a irme a dormir, a abrigarme en la certeza de que mientras yo sueño, mi papa e independiente, como duendes laboriosos, van a arreglarme el mundo para que yo lo encuentre refulgente en la mañana. Y queda en mi el mandato inexorable que dictan las fidelidades eternas. Cuando Independiente gana un campeonato – al fin y al cabo, Dios y sus milagros evidentemente existen – lo primero que hago, en la cancha o en mi casa, es levantar los brazos y los ojos hacia el cielo, abrazándolo a mi viejo a través de todos los rigores del destino, y por encima de todas las traiciones de la muerte. Lo que pasa es que tratándose del Rojo, de mi viejo y de mi, hay veces que la muerte es una señora que nos tiene un miedo bárbaro. Una vieja podrida a la que, de locales en Avellaneda, le tiramos la camiseta y podemos, de vez en cuando, llenarle la canasta. Todavía me acuerdo de ese numero once de cuero blanco, cocido en la camiseta como el de Bertoni. Pero ahora también veo, cuando me fijo con suficiente atención, que mi viejo también lleva lo suyo. Lo tiene ahí, en la espalda, justo a la altura del nacimiento de las alas, un diez de cuero blanco, igualito, igualito al de Bochini